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Elogio y crítica de la Transición
Pablo Sebastián
(Estrella Digital)
Se
cumplen treinta años de las primeras elecciones democráticas
españolas tras la muerte del dictador y nadie puede dudar del
balance positivo de estos años, pero ha llegado el momento de
poner punto final a la Transición y de iniciar un nuevo camino
que conduzca España a una Democracia plena, fuera del modelo
partitocrático sobre el que se construyó entonces el necesario
pacto de las libertades y de la convivencia de los españoles. El
que dio importantes réditos pero que, también, ha puesto en
evidencia sus carencias, dejando a lo largo de los pasados años
momentos de zozobra y de falta de credibilidad democrática en
las instituciones y los comportamientos de los gobernantes.
Las elecciones del 15 de julio
de 1977 fueron el resultado de un pacto político entre el ideal
de la democracia, que representaban los partidos de la oposición
al franquismo, y las fuerzas políticas herederas del régimen de
la dictadura, todo ello bajo la notoria pero en cierta manera
equilibrada influencia de las dos partes. En un lado, por el
empuje de los ciudadanos hacia la libertad, la presión
internacional —sobre todo la europea— y la necesidad de entrar
en las instituciones europeas modernizando el país; y, en el
otro, por la resistencia de la derecha conservadora
postfranquista y por la presión que ejercían los grandes poderes
de la agotada dictadura, el Ejército, la Policía y el mundo
financiero.
El resultado de este choque fue
que España no disfrutó, como debió ser el caso, de un periodo
constituyente público y democrático y, por ello, las Cortes que
fueron elegidas en los comicios legislativos de 1977 se
autoconstituyeron —sin mandato explícito— en constituyentes,
impidiendo que los ciudadanos participaran en el gran debate
sobre el modelo político y constitucional de España, por ejemplo
entre Monarquía y República. El proceso quedó en manos de las
reuniones secretas de los primeros dirigentes de los partidos
—la Constitución se debatió en secretó— y luego, una vez hallado
el consenso partidario, se aprobó la Constitución de 1978 por
“aclamación” —una ironía repetitiva del franquismo— en las
Cámaras, y en posterior referéndum.
Consecuencias de esos pactos
secretos y modelo constitucional han sido estos treinta años de
paz, convivencia, modernización y encaje europeo e internacional
de España, lo que es mucho. Pero de esos pactos de la Transición
también se derivaron errores que han ahogado la vida democrática
y dañado la identidad y unidad nacional:
El modelo autonómico, del
“café para todos”, con el que se inventaron diecisiete
Comunidades Autónomas ajenas a la Historia y realidad de
España, en permanente transformación hacia fórmulas
federadas o más bien confederadas, que niegan la histórica y
objetiva realidad de España.
La “Democracia Parlamentaria
(partitocrática)” que impide la separación de los poderes
del Estado —“Montesquieu ha muerto”, declaró Guerra— y
favorece la acumulación de poderes y la impunidad del
Ejecutivo sobre el resto de poderes del Estado, Legislativo
y Judicial. Un Ejecutivo que está en las manos del aparato
del partido y no del Parlamento, al que somete a la vez que
controla y nombra a los órganos directivos del poder
judicial para impedir su independencia.
El sistema electoral, no
representativo (listas cerradas) y proporcional, que prima a
los partidos nacionalistas y les otorga una capacidad de
presión sobre el Estado que el Gobierno central no tiene en
esas autonomías (véase el nuevo Estatuto catalán). Un
sistema electoral que además impide el sufragio universal
para designar directamente al jefe del Gobierno, los
diputados y senadores, los presidentes autonómicos y los
alcaldes (véase el baile de los pactos “contra natura”). Y
que permite “usurpar” la soberanía nacional que, al final,
reside en la jefatura del aparato del partido que hace las
listas, con un sistema de premios y castigos entre sus
militantes.
La Jefatura del Estado, el
Rey, que disfruta de ciertos poderes que deben ser de
exclusiva obediencia de un Gobierno democrático y
representativo, como la jefatura de las Fuerzas Armadas.
La prensa sometida por la
capacidad de influencia directa del gobernante (licencias de
radio y televisión) de turno, sobre el llamado “cuarto
poder”, y que ha convertido los medios de comunicación en
simples apéndices de propaganda de los partidos políticos,
cuando no en “dueños” coyunturales de “sus” partidos afines.
Consecuencia de estas carencias
democráticas y de libertades, que muchas veces han favorecido la
debilidad de las instituciones y la impunidad de los gobernantes
a lo largo de estos años, han sido: el golpe de Estado del
23F (bajo el gobierno de Suárez); el pantano de la corrupción y
los crímenes de los GAL (en los gobiernos de González); la falta
de autonomía del Parlamento y de su capacidad de control al
Gobierno, al contrario es el Gobierno quien controla las
Cámaras, con ayuda de reglamentos poco democráticos que impiden
la libre actuación de los representantes del pueblo; la
manipulación política de la Justicia (en todos los gobiernos);
el autoritarismo de gobernantes (en el segundo gobierno de Aznar);
el deterioro de la convivencia y unidad de España (en el actual
gobierno de Zapatero); el clientelismo político en todas la
autonomías; el fin del periodismo independiente —salvo unas
honrosas excepciones—, con todos los gobiernos de la transición;
y la pérdida de libertades y de la cohesión nacional en las
autonomías gobernadas por los nacionalistas.
La crisis del modelo
partitocrático ha engendrado un problema añadido de envergadura:
el nivel y la calidad de nuestros gobernantes, legisladores y
primeros responsables de las más altas instituciones del Estado.
Porque, a medida que se ha ido instalando este sistema, los
españoles más notorios en talento, profesión, aportación
intelectual, cultural y más dotados para el ejercicio de la
democracia y la gestión pública se han apartado de la política,
generalmente mal pagada, como consecuencia de la obediencia
debida al jefe del aparato del partido que gobierna, y a la
pésima ley electoral con sus listas cerradas que suelen ocupar
los funcionarios del partido (el caso de la crisis del PSOE en
Madrid es ejemplar de esta ausencia de calidad y nivel de los
representantes políticos).
Se ha hecho mucho en treinta
años, pero todavía queda mucho por hacer, y no vale la excusa de
la juventud de la pretendida Democracia española porque la
Democracia no tiene edad, es o no es. Y porque el sistema
parlamentario y partitocrático español es un hijo menor de la
verdadera Democracia, que conviene que alcance su plenitud. Y
ese tiempo ha llegado, por más que las aventuras de la reforma
confederal y encubierta del modelo de Estado, puestas en marcha
por Zapatero a su mayor gloria y como precio a pagar a ETA por
el final de la violencia, están produciendo un efecto defensivo
de este régimen que impide plantear las reformas para alcanzar
la verdadera Democracia.
Una necesidad que cuenta con la poderosa
oposición de los profesionales de la política, que viven de ella
y no para ella, que en teoría deberían ser los impulsores de la
nueva y gran reforma democrática, como en su día la Transición
fue, en difíciles circunstancias, impulsada por los defensores
de la libertad, que no sólo fueron los partidos políticos —en
realidad en esos tiempos casi sólo existía organizado el PCE—
sino también grandes movimientos ciudadanos —la Junta
Democrática, por ejemplo—, como los que ahora se deberían
concienciar de la necesidad de un cambio democrático y de
régimen español. Lo está haciendo Francia, de manera ejemplar,
lo hizo Italia —con la liquidación de todos los partidos
corruptos de la “tangentópolis”— con unos regulares resultados,
y lo están haciendo, poco a poco, las emergentes repúblicas
salidas del telón de acero europeo. Y no se trata de una segunda
Transición —que sería más de lo mismo—, sino de la llegada
triunfal de la Democracia, que es el mejor homenaje que podemos
hacer a quienes antes y durante estos años han luchado por la
libertad, y a quienes pilotaron, con audacia y tenacidad, el
proceso de la Transición de la dictadura a la Democracia, y aquí
incluidos de manera muy especial el presidente Adolfo Suárez y
el Rey Juan Carlos I que, por ello, ya están en la Historia de
España de manera reconocida y singular. |