Era uno de los alumnos destacados en la Prisión para Jóvenes de La Trinitat en Barcelona, por allá 1986. Él llevaba el control de las clases, coordinaba la limpieza del aula, y estaba dispuesto a facilitar cualquier medio con tal que la clase de fotografía tirase hacia adelante. En total, eran unos quince jóvenes entre 18 y 21 años. Algunos asistían por no estar "chupando patio"; otros, como Carlos, porque la fotografía le sugería un mundo inexplorado y lleno de fantasía.

Un día, con mi más absoluta inocencia, le pregunté si podía hacer algo por él. A lo que me respondió: Sí, quiero "la bola", (la libertad). Fue tan directo, que no me quedó otra alternativa que encontrarle un abogado para que se le concediese la libertad condicional, y así ocurrió.

Una vez en la calle, y después de varios días, harto ya de hacer trabajos manuales con jóvenes afectos de Down, se presentó en mi casa y me pidió, que mientras durase el noviazgo que mantenía, -con quien posteriormente sería su mujer-, lo admitiera y le diera cuartel. Así lo hice y conocí la segunda parte de la "Fierecilla Domada".

Le enseñé prácticamente a comer. A vestirse. A tener unos horarios de comida y descanso. Le mostré lugares que desconocía. Le relacioné con personas que jamás hubiera pensado conocer. Se inició en el estudio de catalán en Montserrat bajo la supervisión del Padre Just. En definitiva, hice lo posible para socializarlo.

Seguíamos practicando la fotografía. Viajamos hasta La Albufera (Valencia) y aquí muestro como ejemplo de creatividad, lo que un recluso es capaz de hacer cuando se le facilita una formación y un motivo que estimule la sensibilidad que había estado cerrada bajo siete llaves.

Éste es el testimonio de su obra fotográfica. Alguien a quien, como a tantos, solemos apartar de nuestro lado.