Fuel
en la costa
LA
VANGUARDIA - 02.46 horas - 07/12/2002
XAVIER
BRU DE SALA
Qué
oportunidad han perdido los políticos españoles de acercarse a los
ciudadanos. Qué manera de dejarlos solos en la desgracia, cuando más
necesitaban su calor, ya que no contaban con su eficacia. Fraga no
estuvo en el tajo, no porque estuviera cazando, sino porque los de su
partido le engañaron, por acción u omisión minimizadoras de lo que
ocurría. Luego, cuando se percató del desastre, de su desastre, ya era
tarde. Aún debe de estar maldiciendo a algunos y maldiciéndose a sí
mismo. En cambio, nunca es demasiado tarde para Aznar. Aunque sea
incapaz de creer que comete errores, sí podría reblandecer su
endurecida vanidad para entender que, admitiendo su escasa diligencia y
la falta de preparación, no borraría su parte de culpa pero sí la
humanizaría. Su deber es afrontar los palos in situ y admitir que los
tiene merecidos. La arrogancia ha podido más. Nada, nada, para lo que
le queda en el convento... A Zapatero le tiraron huevos y le sacaron de
la manifestación, porque no se había ganado el puesto vistiendo mono
blanco y manchándose de fuel con unas cuantas horas –no minutos– de
ayuda directa a pie de playa, que es lo que hubiera hecho cualquier
político no español.
A Schröder le salvaron de una segura derrota las inundaciones del
pasado verano en Alemania, las peores que allí se recuerdan. No el
desbordamiento de los ríos, sino su respuesta, de pronta y total
entrega. El alcalde de Nueva York se convirtió en un héroe porque
acudió al instante y ya no abandonó a sus conciudadanos. Y eso que le
quedaba muy poco para dejar el cargo. El efecto de este tipo de socorro
no es sólo de bálsamo emocional. La presencia inmediata del canciller,
del alcalde, del presidente o en su defecto del líder de la oposición,
desencadena la movilización de todos los recursos disponibles, la
máxima diligencia y esfuerzo por parte de todos. Imaginen por un
momento un gabinete de crisis, con Aznar, Rajoy, Fraga, y tres
ministros, instalado con la máxima celeridad muy cerca de las primeras
manchas.
Todo líder político democrático debe tener, además del instinto para
hacerse obedecer sin infundir pavor entre sus colaboradores, el resorte
de la respuesta inmediata, de la solidaridad con la tragedia de los
ciudadanos que gobierna. Pero eso no rige en la España de los
despachos. Aquí sigue la chulería, el desprecio secular al
contribuyente, sin que nadie tome nota de que ahora se llama votante. Ha
tenido que salir el Rey a dar la cara, porque la suya era la única que
a esas alturas no romperían. Después de estar encerrado durante años
por Aznar, que le ha negado cualquier función no protocolaria y hasta
el uso de la palabra, el Rey encuentra una efímera escapatoria y,
trascendió, se propone ir a Galicia. Pero Aznar, para que nadie leyera
la probable intención real de aleccionarle, hizo ver que le mandaba
él, como sustituto, lo que convierte la solidaridad real en bufonada de
la Villa y Corte. Postizo, todo postizo, hasta la real petición de
unidad frente al fuel. Como no sea unidad de las manchas, para que se
junten todas y faciliten soluciones en una en vez de contaminarlo todo.
Hay que ser comprensivos con la primera decisión, aunque fuera
errónea, de remolcar el “Prestige” para alejarlo, en vez de
amarrarlo en puerto y trasvasar el fuel, de modo que la contaminación,
poca o mucha, estuviera localizada. No actuaron con la racionalidad
requerida, pero en fin, también nuestros antepasados del paleolítico
hacían aspavientos para alejar a los malos espíritus. Lo siguiente, la
ruta del petrolero, primero hacia el norte y luego hacia el sur, en
paralelo y no en perpendicular a Galicia, sí fue manicomial. En su
rocambolesca y obligada ruta, el “Prestige” pintó el mar de fuel en
centenares de millas frente a la costa. Aquí sí habría que depurar
responsabilidades, técnicas y políticas. La extensión del desastre
proviene de la azarosa ruta del petrolero, que fue dibujada en despachos
españoles.
¿Cómo hacer frente al despropósito? Tomen nota de los clásicos.
Calígula se enorgullecía de haber derrotado al embravecido océano con
el siguiente método. Alineó sus tropas en la orilla, sin que faltara
un romano, con todas las ballestas y los ingenios de guerra preparados.
Nadie entendía nada, pero obedecieron –“que me odien, mientras me
teman”, era su divisa. Luego mandó disparar y hacer frente a las olas
con toda clase objetos contundentes, escudos, espadas, lanzas, o en su
falta un remo plano. La descomunal tanda de heridas y golpetazos que
recibió el mar decantó la batalla, y las olas fueron obligadas a
retroceder (retroceso que desde entonces, y puede que incluso de antes,
cumplen con diligencia, recordando la derrota, todas las olas del mundo
al llegar a la costa). La dura victoria finalizó en exhaustiva recogida
de conchas, tributo del vencido, con las que todo soldado, decurión y
centurión llenó su casco y rellenó su armadura. El botín fue
transportado en triunfo al Capitolio, según lo acostumbrado en tan
venturosas ocasiones. Aznar ha encontrado un método mejor: desprecio a
las manchas de fuel que, escarmentadas, se lo pensarán dos veces cuando
vuelvan a avistar costa española; y desprecio a los manchados de fuel,
que podrían depositar algunas muestras del negro triunfo de Aznar en
las puertas de la Moncloa.
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